Un fragmento de «Bambi contra Godzilla», de David Mamet

EL ROBO

1918935_1147461807702_7187839_n[1]Quienes participan en la producción dan siempre por supuesto que el guionista les roba dinero.

Al otro lado de la mesa, donde está el guionista, todo el mundo da siempre por supuesto que el productor de rodaje (el auditor o controller) roba, y todo el mundo sabe que el productor roba, y los robos del distribuidor son una certeza de la que ni siquiera es necesario discutir.

Pero en el mundo de las artes escénicas, se da por supuesto que sólo el escritor, creo, es un delincuente.

Uno no acusaría a un actor o director de no haber puesto todo su empeño: ante su obvio interés personal por un producto vendible que lleva su nombre, las acusaciones de que no se ha esforzado al máximo serían absurdas; sin embargo, casi todo lo que he escrito por encargo, y casi todo lo escrito por mis colegas, ha acabado con estas acusaciones de los productores o los estudios: no has hecho lo suficiente, no has hecho lo que se te ha pedido, no le has dedicado suficiente tiempo, etcétera.

Esto se une a la predisposición del patrono a no aceptar nada como trabajo acabado. El guionista se compromete por contrato a llevar a cabo una serie de revisiones. Éstas se llaman, según el caso, «borradores», «series» (de revisiones) y «pulidos», y se conocen en su conjunto como «pasos». Sea cual sea el número de pasos que el guionista se ha comprometido a dar —es decir, sea cual sea el número de veces que el guionista, por contrato, ha acordado que aceptará revisiones e introducirá las correcciones—, al otro lado de la mesa alguien pedirá o exigirá más trabajo. Esta exigencia se manifiesta de dos formas básicas: la petición «Ya sé lo que los dos acordamos, pero te importaría, como favor… », y su corolario: «Ya sé lo que los dos acordamos, pero si te niegas, no sólo pondrás en peligro el proyecto, si no también tu reputación; ¿por qué vas a pegarte un tiro en el pie? ¿Es que no juegas en equipo?».

La forma más amenazadora es una acusación clara o insinuada de fraude: «No has hecho lo que se te ha pedido, te has escaqueado, pretendes engañarme… ».

Ay, pobre guionista. Porque no creo que el guionista esté menos dispuesto a hacer un esfuerzo coordinado que el actor, el director o el escenógrafo. Ahora bien, en el caso del guionista, la cosa siempre acaba con recriminaciones.

Sé que hay propietarios de casas que siempre acaban poniendo demandas a sus constructores o decoradores, y que hay decoradores, etcétera, que en cada contrato acaban en los tribunales. Lo mismo ocurre con el guionista.

Su deseo de sacar adelante el proyecto, de ser simpático, de hacerlo bien, de causar una buena impresión, de proteger su reputación en la comunidad mercantil, va acompañado de la desagradable certeza de que, con toda probabilidad, al final alguien se pondrá hostil.

Además del habitual deseo humano de paz, el guionista detesta la confusión creada en su guión por el continuo trabajo extracontractual y, de hecho, extrarracional.

Porque cualquier proyecto, ya sea el guión de una superproducción o el peinado de tu mujer, puede echarse a perder por culpa de los consejos que se dan con excesiva libertad, y no hay consejos que se den con mayor libertad que los que se supone que corrigen los errores tontos del guionista.

El problema se agrava aún más porque es interminable (para el guionista). En cuanto éste cede a los mangoneos o las amenazas, puede dar por seguro que continuarán, porque, al aceptar las correcciones groseras (por ser extracontractuales), da pie a que hagan más. (Al aceptar que acepta hacer más de lo que aceptó por contrato, confirma el prejuicio original del productor, el director de los estudios, etcétera: que el guionista, de hecho, es un inepto, y toda su obra es aproximada, y su valor, en el mejor de los casos, discutible.)

Si uno tratara a un arquitecto igual («¿Le importaría cambiar la escalera de sitio? Gracias. Y ahora, ¿le importaría cambiar la claraboya de sitio?»), no tardaría en considerar su aquiescencia una prueba perturbadora de su falta de inteligencia estructural.

Del mismo modo, el mangoneador, mediante un proceso de engatusamiento, confirma un prejuicio incipiente: que el guionista no tiene la menor idea de lo que hace y más vale que el talento literario previamente ignorado del patrono salga a la luz y ponga las cosas en su sitio.

En el guión, un cambio sucede a otro hasta que, inevitablemente, el productor llega a la ineludible conclusión de que el guionista, y su ahora indescifrable montón de mierda, debe tirarse a la basura y hay que barrer con una nueva escoba. La preocupación —«¿Cómo puedo estar seguro de que no vas a robarme?»— se revela profética cuando el productor, nervioso, se encuentra con el lodazal que han creado él y sus colegas con sus anotaciones.

No es raro que todos los guionistas quieran dirigir: aun así, hay que aguantar un sinfín de estupideces, pero, aun llevando dos sombreros (el de guionista y el de director), hay uno bajo el que no te acusan de ladrón y luego te violan.

Bambi contra Godzilla, David Mamet. Alba Editorial, 2008.