Archivo de la etiqueta: literatura

La mirada de Pere Navarro

El Pere Navarro em cau simpàtic. Em sembla un personatge extraordinari. Un personatge de ficció, vull dir. M’hi sento identificat. M’encantaria escriure una novel·la on ell fos el narrador perquè l’efecte humorístic seria devastador. Miraré d’explicar-ho.

Tinc la sensació de que no entén res. És a dir, segur que ell té un esquema mental, unes idees, uns valors, però és evident que van cap a una direcció i el món, cap a una altra.

És l’efecte Rompetechos: no entendre les coses fa que qualsevol nimietat es converteixi en un problema. El món, involuntàriament, és un lloc hostil.

A diferència del Rompetechos, però, el Pere Navarro no s’enfada. Manté un posat de calma que el fa més graciós. Segurament es pensa que domina la situació. Però és obvi que no. Manté la dignitat perquè està convençut que va pel bon camí: que té les respostes, que té carisma, que és popular.

Un altre aspecte que em sembla meravellós: el Pere Navarro mediador, dialogant, mesurat. El personatge que imagino es veu a sí mateix com àrbitre posseïdor d’una solució satisfactòria per reconciliar dues postures extremistes. Sense perdre la serenitat entra al mig d’un conflicte i ofereix una tercera via. Tant se val si és una tertúlia política o una baralla amb navalles. Ell confia poder convèncer amb el sentit comú. Per descomptat, el desastre està garantit. Això em desmunta. Em commou. Ara mateix l’abraçaria.

Començar un debat electoral amb «Sí, miri, bona nit» ja el fa entranyable. Ja veus que està fora d’òrbita, que ha perdut abans de començar. Que no ha entès res, en definitiva.

I, per últim, el detall més tragicòmic: sembla que no té maldat ni sentit de l’humor. Bon humor, potser sí. Que de vegades pot estar alegre, segurament. Però sentit de l’humor, no. A totes les fotos d’actes públics (saludant una peixatera, dinant amb militants…) té aquell gest inexpressiu que contradiu els textos que acompanyen les fotografies: «Sense perdre el somriure», «Alegria compartida»… I ell estoic, com Buster Keaton. Superat per la quotidianitat, sense ser-ne conscient.

Imagineu una novel·la on ell fos el narrador. No caldria fer cap broma, perquè el món que ens descriuria ja seria un lloc al·lucinat i equivocat. No entendria la relació causa-efecte. A la seva mirada no hi hauria cinisme, ni perplexitat, perquè ell no s’adonaria que no entén res. Només nosaltres veuríem que tots els seus esquemes mentals es construeixen sobre errors garrafals («Hi ha militants que es donen de baixa perquè no poden pagar la quota».)

Sóc massa mandrós per escriure una novel·la així, però n’he llegit algunes on el narrador és un Pere Navarro i, creieu-me, són divertidíssimes. I també tendres i tristes.

Los hombres que no amaban a las mujeres: una crítica

Publicado originalmente en El Mundo Today.

Hoy toca hablar de uno de esos autores relativamente desconocidos que sonará bien poco a todo el que no sea amante de la novela policíaca. Ese es mi caso. Se trata de Stieg Larsson.

Su debut literario no presagia nada bueno a priori ya que se trata de la novelización de la película homónima estrenada hace poco. Del film puedo opinar pues me lo he descargado con el eMule desde la Internet. Se trata de una película de alto contenido erótico que roza y, a veces supera con creces, lo pornográfico. El título original en inglés, Boy zone, ha sido traducido aquí por el más alegórico Los hombres que no amaban a las mujeres. Y en cierta manera capta mejor la esencia de la cinta pues el argumento gira en torno a un grupo de buenos amigos que se sodomizan.

Sin embargo (y aquí está la sorpresa agradable) la novelización de la película se toma algunas libertades respecto al original. Desarrolla algo más la trama e introduce algunos personajes secundarios que no son sodomizados. Es más, toda la acción se traslada a Suecia en vez de transcurrir en un sórdido sótano forrado con plástico.

El personaje protagonista, en cualquier caso, sí respeta bastante el referente de la película e, incluso, pierde algunos matices interesantes en su salto al papel. Se trata de un periodista sueco (lo que ya nos prepara para una buena dosis de ciencia ficción) que acepta el encargo de investigar la desaparición de una adolescente, ocurrida varios años antes.

Entonces (y aquí está la sorpresa desagradable) la trama se vuelve realmente confusa, pues empiezan a aparecer personajes con nombres suecos, cosa que hace prácticamente imposible seguir el hilo, pues uno los confunde con muebles de Ikea.

Para llevar a cabo su investigación contrata a una “hacker”. Debo confesar que mi nivel de sueco no es lo suficientemente bueno para saber qué es eso y me pregunto por qué los traductores no se tomaron la molestia de cambiarlo (y ya de paso, los nombres de los personajes por otros en castellano, como Juan, Alejo o etc.)

En cualquier caso la chica se comporta como una prostituta, por lo que deduzco que se trata de una adolescente, y tras varios ires y venires por Suecia, resuelven el caso muy satisfactoriamente dejando tras de sí una alfombra de cadáveres.

En definitiva, se trata de una novela complicada en su lectura y hermética en su comprensión, no apta para consumidores de best sellers. Quizá pudieran reprochársele los excesivos guiños a El código Da Vinci (el protagonista “descorcha un buen vino” en varias ocasiones y utiliza un Mac) y también la moraleja metida con calzador de que los hombres suecos odian al sexo femenino y son poco menos que una organización armada dispuesta a acabar con las mujeres. Supongo que debe de ser una imposición de la férrea censura del país nórdico.

Resumiendo: un regalo original de cara a la Navidad para los intelectuales de la familia y poco más. Seguiremos la pista del señor Larsson, quien, según leo en la Wikipedia, jugó como delantero en el F.C. Barcelona.

“Los hombres que no amaban a las mujeres”, de Stieg Larsson (Ed. Destino, 2008)
640 páginas. 22’50 euros.

Calificación: 4 estrellas.

«Breve historia del tiempo»: una estafa

Me gusta leer antes de dormir. Es una tradición familiar que nos viene de lejos. De los homo erectus, más o menos. Hace unos días, mientras paseaba por una conocida librería bajo la atenta mirada del segurata, me topé con un libro que me llamó la atención inmediatamente. Prácticamente instantáneamente. Se titulaba Breve historia del tiempo, de un tal Stephen Hawking. El título no me dijo nada, pero ya se sabe que en estos tiempos que corren, los títulos son francamente mejorables y, sospecho, que siempre se redactan a último momento y de mala gana, bajo presión de la editorial y de la imprenta. ¡Qué voy a contarles!: La piel fría (Menudo hartón de pensar), Pandora en el Congo (¿se encontrará con Tin-tín?), La plaza del diamante (¿apología antiglobalizadora, quizás?). En fin, la lista es pesada e interminable. Por suerte este libro, Breve historia del tiempo, llevaba subtítulo (una pedantería, por otro lado): «del big bang a los Agujeros negros». En la portada una especie de fenómeno meteorológico que rápidamente reconocí: el famoso tornado Katrina. Y até cabos: Katrina + big bangs = Nueva Orleans. Lo que no me acababa de cuadrar era eso de «agujeros negros». Los buenos músicos de jazz son negros, pero, ¿por qué «agujeros»? ¿Una referencia al sexo anal, tal vez? Siempre he detestado Nueva Orleans. La encuentro una ciudad cargada de supersticiones, prejuicios, vudú y un carnaval de lo más escandaloso. En cambio me encantan las big bangs y todo el jazz en general y hay que reconocer que en Nueva Orleans había muy buenas big bangs. Decidido. Ya tenía lectura para aquella noche.

Una vez en casa me puse el pijama y me acosté, impaciente para ver de qué iba aquel libro que, a priori, reunía dos alicientes apetitosos: el jazz y la destrucción de Nueva Orleans.

Pero nada más abrirlo se me cayeron las almas al suelo. Vi la fotografía del autor en la solapa. ¡Madre santa de Dios! El tal Stephen Hawking es un émulo del tal Ramón Sampedro (aquel caradura que sacó un libro con una foto idéntica al cartel de Mar Adentro). ¿Me habían engañado? ¿Qué puede explicar sobre jazz un tipo que, evidentemente, no podía tener el más mínimo sentido del ritmo más allá de en las pestañas? ¿Era otra apología de la eutanasia, tan en boga últimamente? Pues sí. El libro comienza con un prólogo del célebre parapsicólogo Carl Sagan. Me lo salto sin remordimientos. No quiero charlatanería New Age de chamanes de medio pelo.

Capítulo I. El tal Hawking comienza su panfleto hablando, nada menos, que del ¡universo! Los enormes espacios siderales y todos esos topicazos. Por un momento pensé que el autor era argentino. La novela sigue con la peor descripción de Nueva Orleans que he leído jamás: vaguedades sobre «átomos» y «expansión a lo largo del tiempo». Calma. Démosle un margen de confianza. Un tipo que ha escrito un porrón de páginas con un lápiz en la boca se merece un cierto respeto. Van pasando las páginas. No pillo nada. Supongo que debe tratarse de una introducción. En la sexta página, al final, aparece el que supongo debe ser el protagonista, un tal Newton. El tipo trabaja… ¡mirando por telescopios! Estoy a punto de tirar el libro contra la pared, indignado por esta tomadura de pelo, pero me reprimo. Los vecinos ya me han advertido que les molesta el ruido de los libros contra la pared. En fin. Soy masoquista por naturaleza. Veamos qué nos dice este pseudo-discípulo de Paulo Coelho. El tal Newton no sólo tiene un trabajo ridículo sino que además es una especie de asceta, que se rige por sus propias normas, concretamente las denomina, arrogantemente, «Tres leyes de Newton». ¿Y cuáles serán estas leyes? ¿Respetarás a la Madre Naturaleza? ¿Serás bueno con la comunidad?

Pues no. Su primera ley viene a decir que si no tiene fuerza se mantiene quieto o camina indefinidamente (????). La segunda también tiene tela: «Si tengo fuerzas cambio de dirección». Y la tercera, la répànoiche: «Si me empujan, yo la devuelvo». ¡Carambitas! Pues resulta que un psicótico de este calibre tiene amiguitos: un tal Kepler y un tal Einstein (vaya, qué original). Lo más demencial es que Kepler ¡también trabaja en el tema de los telescopios! Y yo me pregunto, ¿desde cuándo Nueva Orleans ha sido el epicentro mundial de la astronomía? ¿Eh? Que me lo expliquen, porque me parece que aquí alguien está dejando volar la imaginación un poco más de la cuenta. Juro que si el otro, el Einstein también se dedica a los telescopios, cierro el libro y se ha acabado. Pues bien. Por suerte el Einstein este trabaja de oficinista… en Berna, nada menos. Será que les ha ido a visitar, supongo, de vacaciones. Las siguientes páginas son totalmente decepcionantes, con más descripciones nocturnas de Nueva Orleans. Stephen Hawking entra en detalles absolutamente prescindibles, como de qué están hechas las estrellas que se ven en el cielo de Nueva Orleans.

Me salto los dos capítulos siguientes, por repetitivos y crípticos. Voy directamente al capítulo cuatro: Big bang. Vamos al tema jazzístico, que es lo que me interesa. Quizá no tendría que haber obviado dos capítulos porque ahora salen nuevos personajes, un tal Roger Penrose y un tal (agárrense bien) Stephen Hawking. No doy crédito. ¿Puede que este tipo sea tan caradura como para salir en su propia novela como personaje? Pues sí, y no sólo eso. Él y Penrose descubren una big bang en un lugar muy alejado del «universo» (sic) y la presentan al mundo hasta que todo el mundo la acepta y se hace famosa. Deben ser una especie de managers o productores musicales, supongo. Aquí empiezo a temblar. El autor se prepara para describir cómo actúa la big bang.

A ver si, como mínimo, tiene algo de idea de jazz. Dice que al principio estaban concentradísimos y que había una gran masa en un espacio muy pequeño (una manera rebuscada de decir «un garito a reventar») y de repente… una explosión gigante. (¡!) (¿?) Unos tíos, desde el monte Palomar, ni más ni menos, ven esa explosión, como no podía ser de otra manera, ¡con un telescopio! Ignoro completamente el simbolismo del telescopio pero creo rotundamente que me estoy perdiendo algo. Lo que sigue es confusión. Tras el atentado la big bang se separa «en todas direcciones» (sic). Aunque parezca increíble, después hay páginas y más páginas donde se insiste una y otra vez con los telescopios. De Newton y toda la pandilla, ni rastro. En cambio, por la patilla, hace aparecer a una especie de tribu urbana o secta peligrosa y secreta (supongo) llamada los «quarks».

¿Explica el autor qué relación hay entre estos tipos y la malograda big bang? No. Sólo dice que los «quarks» son difíciles de cuantificar y que cuando se los enfoca con luz, se marchan. Muy bien. Queda claro. Veladamente está hablando del Ku Klux Klan. ¿Son ellos los que pusieron la bomba en el garito donde tocaba la big bang? No, si al final todavía tendrá sentido.

Entonces Hawking, sin venir a cuento, pone en marcha una subtrama romántica forzada a todas luces. Nos empieza a hablar de la atracción irresistible entre dos «quarks». Y, ¡sorpresa! Tenemos noticias del amigo de Newton, el señor Einstein. Escribe una carta desde Berna diciendo que el tiempo es relativo y la distancia también y todos esos tópicos de enamorados. Pero… ¿de quién está enamorado? ¿De Newton? Pues posiblemente, porque entonces Hawking nos habla de Newton, pero sólo dice que su estado es de gravedad. ¿Ha enfermado de amor? Ni flowers.

Sin dar más detalles nos recuerda que la big bang se sigue separando cada vez más y que, aunque es relativo, se encuentran con un mecánico, el señor Planck, que regenta un taller que se llama «mecánica cuántica» con un socio que se llama Heisenberg y que, al parecer, no es buena pieza, ya que en principio dice que todo es incierto y es incapaz de decir dónde están los coches y a qué velocidad van. Huelga decir que aquí ya renuncio a encontrar cualquier tipo de lógica a la novela. La curiosidad por ver si el amigo Hawking es capaz de resolver este desaguissé es más fuerte que el sueño. Vuelve a aparecer Einstein, que esta vez se va de vacaciones en el desierto de Nevada con un muchacho (¿un chapero?) llamado Oppenheimer. En medio del desierto hacen pruebas nucleares. Newton, celoso, se marcha al siglo XVII, donde encuentra trabajo a cargo de la corona británica y rehace su vida. Einstein, Oppenheimer y Planck (el del taller) discuten en medio del desierto porque uno dice que no quiere jugar a los dados con Dios. Kepler, a su bola, mira por el telescopio las órbitas de los planetas sobre Nueva Orleans. La big bang dice que un día volverá a juntarse en el mismo punto de donde salieron y formarán un grupo nuevo llamado big crunch. Fin. Y yo me pregunto, señor Hawking big crunch, ¿no sería más provechoso para la Literatura que usted se hubiera dedicado a la petanca paralímpica?