Nos reunimos cada jueves en el café Mañé, jugamos a las cartas, tomamos café con leche y compartimos cigarrillos. No podemos sacarnos los abrigos, pues en invierno hace un frío que pela y en verano los carteristas acechan cualquier descuido. Por supuesto que en las calurosas tardes de verano no es necesario llevar abrigo, pero es una costumbre que tenemos. Sería imperdonable que unos caballeros como nosotros jugaran a las cartas en mangas de camisa. No deja de ser un ritual, uno de tantos, pues mi abrigo se encuentra en un estado cochambroso y hace dos inviernos perdí la manga derecha al lanzar un naipe con demasiado ímpetu. Los abrigos de los demás no desentonan con el mío; al que no le faltan botones le cuelgan las solapas o tiene descosido el forro. Ninguno hace mención del deplorable aspecto de los abrigos de sus amigos, sería una afrenta. Sin embargo un día nos permitimos el lujo de carcajearnos cuando Noel, al ir a repartir cartas, se acercó demasiado a la vela y medio abrigo se evaporó en una llamarada breve y espléndida. Ahora siempre juega de lado, ocultando la parte esfumada de su abrigo.
Cuando acabamos el café con leche y empezamos con los licores Jeremías cuenta una historia fantástica. Si no lo conociéramos, bien podríamos pensar que se lo está inventando todo.
—El otro día desayunaba en una terraza, en la terraza de Chez José Luis. Yo ojeaba el periódico, pero en la mesa de al lado un grupo de ancianos sordos que alzaban la voz innecesariamente llamó mi atención. Uno de ellos, cuya dentadura luchaba por huir de su boca, decía: “¡A dónde iremos a parar!”. Y el resto asentía y lanzaba exclamaciones cómplices: “¿A dónde? ¡El acabóse! ¡Esto es un sindiós!”. “Anteayer fui a un bar”, siguió el viejo, “y ya sabéis, la próstata, en fin, ¿qué os voy a decir?”. “¡La próstata! ¡Qué horror! ¡No somos nada!”, jaleaban los demás. El viejo continuó: “Tuve que ir al excusado y al acabar me lavé las manos”. “¡Las manos! ¡Por supuesto! ¡Faltaría más”, decían los otros. “Pues bien, usé el secamanos y, por San José bendito, jamás lo hiciera. ¡Qué potencia! ¡Qué horror! Me abrasé los diez dedos. Por eso llevo las manos vendadas”, y mostró ambas manos, envueltas en gasas. “Ay, ay, ay”, exclamó otro anciano, uno con boina, “. Eso no es nada, Tomás. ¿Qué me vas a contar?” y mostró sus dos brazos, enyesados hasta el codo. “Yo tuve el infortunio de toparme con uno de estos modernos secamanos, que más que secamanos parecen sandwicheras. Introduces las manos bien extendidas y verticales y unos chorros finísimos de aire a 1000 kilómetros por hora te las secan y te las perforan. Pues bien: las falanges de los diez dedos hechas añicos. El médico me dijo que me vaya olvidando de aplaudir en lo que me queda de vida, pues los dedos me quedarán como sarmientos”. “¡Hay que ver! ¡Qué desastre! ¡Qué falta de humanidad!”. El de la boina, a modo de coda, añadió: “El doctor me dijo que cada vez le visitan más pacientes con los brazos amputados, tal es la fuerza de los secamanos. Yo no sé a qué se debe esta manía de instalar turbinas de reactor a chorro en lugar de toallas, que son mucho más seguras”. Hubo unos segundos de grave silencio, como si aquellos viejos fueran testigos impotentes de una escalada bélica por ver quién añadía más potencia a su secamanos. Finalmente habló otro viejo con gafas ahumadas: “¿Os acordáis del bar gallego que demolieron de la noche a la mañana para dejarlo hecho un solar? Pues resulta que no lo demolieron. Se ve que un incauto pulsó el botón cromado del secamanos y aquella bestia anclada a la pared, cual propulsor de un cohete Apolo, arrancó de cuajo el edificio y lo puso en órbita. En órbita es un decir. Al parecer el bar gallego y sus clientes cayeron en Albacete”. Y, por supuesto, hubo más exclamaciones. Yo acabé el desayuno y me marché, dejándolos en un estado de indignación supina.